Los Cherry Blossoms en Washington, D.C.

Por: Verónica Moya
Cada primavera, Washington, D.C. se transforma con la llegada de los cherry blossoms, un espectáculo que tiñe la ciudad de rosa y blanco por unos días antes de desvanecerse con el viento.
Este fenómeno natural no es solo un deleite visual, sino un símbolo de amistad entre Japón y Estados Unidos, recordando el regalo de más de 3,000 cerezos que Tokio hizo a la capital estadounidense en 1912.

Desde entonces, la floración se ha convertido en un evento que atrae a miles de visitantes, ansiosos por presenciar el instante perfecto en el que los pétalos alcanzan su máxima expresión.
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El punto más icónico para verlos es el Tidal Basin, donde la imagen de los cerezos enmarcando el Jefferson Memorial y el Monumento a Washington crea una postal única.
Pero no es el único rincón donde florecen.
Hains Point, el East Potomac Park y el National Arboretum ofrecen paisajes menos concurridos pero igual de impactantes, ideales para quienes prefieren disfrutar del espectáculo sin las multitudes.

El National Cherry Blossom Festival, que dura casi un mes, convierte la ciudad en una celebración cultural con desfiles, conciertos y muestras de arte.
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Uno de los eventos más esperados es el Cherry Blossom Parade, que llena la Constitution Avenue de carrozas, bandas y bailarines, en un despliegue de color y tradición.
La influencia de los cerezos se extiende incluso a la gastronomía, con bares y restaurantes ofreciendo cócteles, postres y cafés inspirados en su belleza.

Para quienes planean vivir la experiencia, lo ideal es madrugar. Al amanecer, la luz es perfecta para fotografías y las multitudes aún no han llegado.
También es clave seguir las predicciones del National Park Service, que monitorea el avance de la floración y anuncia el ansiado “pico de floración”, el breve momento en el que los árboles están en su máximo esplendor.
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Washington, D.C. tiene monumentos y atracciones que se pueden visitar todo el año, pero la temporada de cherry blossoms es especial porque es efímera.
Un recordatorio de la belleza pasajera de la naturaleza y del poder de un simple gesto para unir culturas y crear una tradición que, más de un siglo después, sigue cautivando a locales y viajeros.